Zenda - ¡Nuestros Héroes! - Segundo Relato
EL DIARIO NOCTURNO
«Día 10
Ya llevo 10 días en casa y reconozco que la
situación me comienza a afectar. La cuenta baja y las deudas suben. Los
cigarrillos bajan y los humos suben. Mi cabeza se satura y algunos comienzan a
hacérseme cada vez más inaguantables.
Salgo al balcón. Toca cantar resistiré. No
conozco la letra ni tengo un teléfono móvil con buen altavoz. Pero ahí estoy,
con mi perro encaramado a la barandilla metálica que nos separa de la calle. La
puta calle.
Mi vecina de la derecha (¿2ºB? ¿2ºC?) sale también, sonriente, y me saluda casi con candor: “Buenas
tardes, José”. Inclino la cabeza y sonrío. Para una persona que veo al día,
habrá que ser amable.
Vuelvo a entrar, y observo mi piso. Desnudo.
Un piso vacío para un hombre vacío cuya única consistencia dentro de una
levedad etérea es su perro. Y después de 10 días encerrados, comienza a hacérseme
inaguantable. Huele mal.
Y
es un perro.
Día
15
Joder.
No llego a tiempo a los aplausos. Esos
aplausos de mierda, superficiales y de pacotilla, que nos podríamos haber
ahorrado si hubiésemos respetado y apoyado más a nuestros profesionales
sanitarios, si hubiésemos ido a manifestaciones, si no hubiésemos votado años
atrás a políticos sin escrúpulos. Pero dan la cara, y son los únicos momentos
del día en los que veo a otro ser humano.
Mi perro se me queda mirando en el balcón
mientras aplaudo sudoroso y sucio, con la misma ropa de hace cinco días, con un
fervor inusitado. Incluso yo mismo soy capaz de ver como mi mirada parece
desencajarse de mi rostro y vagar entre la luz de las farolas. Mi perro no me
reconoce. Y yo tampoco. Ni a él, dicho sea de paso.
¿Cómo coño se llamaba? Perro, supongo. Sí.
Le llamaré perro.
Día
20
Golpeaba con fuerza la cacerola. Con mi
cuchara. Todo el barrio repetíamos arrítmicamente y sin gracia alguna el mismo
fervor percusionista, encaramados en nuestro balcón cual monos de feria
gratuitos para diversión del animado transeúnte. Ni cacahuetes nos tiraban, los
hijos de puta.
Terminamos nuestro metálico solo de batería,
y la vecina de la derecha, como siempre, me saluda antes de irse, pero esta vez
tiene los huevos de soltarme “Parece que estuviéramos más vivos ahora que
antes, ¿Verdad?”.
No sé qué me ocurre, pero no soy capaz de controlarme,
y le arrojo mi cacerola con todas mis fuerzas al rostro. Mi perro levanta las
orejas y yo me sorprendo al escuchar el sonido sordo, primero del golpe de mi
improvisado proyectil, y después de la señora al caer cuan larga era en el
balcón.
Eché un vistazo y comprobé que ningún vecino
en el barrio se había percatado de ello. Como siempre, esa falsa ilusión de
comunidad y solidaridad que nos estábamos montando a raíz del virus de las
narices había desaparecido finalizado el horario de contacto obligatorio
establecido a través de redes sociales.
Encogiéndome de hombros, salté al balcón de
la señora. No iba a dejar allí la cacerola. Tendría que cocinar en algún cacharro
mis tropecientos paquetes de arroz. Se me ocurrió mirar dentro de la casa, y
comprobé que la tenía más ordenada y recogida que la mía. Una casa llena, para
una persona con vida. Me gustaba la idea de estar lleno.
Entré al baño para, ya de paso, comprobar si
le quedaba papel higiénico.
Día
25
Como todos los días salí a cantar el
resistiré. La radio, la gente, la televisión… entre todos habían conseguido que
acabase por aprenderme la letra. El hastío me devoraba por dentro. El perro del
vecino de la izquierda comienza a ladrarme, como lleva haciendo los últimos
cincos días. Hasta los huevos me tiene ya. Cuando salimos con las cacerolas me
quedo con ganas de estrellársela en el hocico, pero él parece darse cuenta,
porque nunca se asoma al balcón a la hora de las caceroladas.
Puto perro.
Me tiene tan cansado como la señora con la
que comparto piso. Lleva ya una puta semana en el mismo sillón, sin moverse. No
cocina, no ayuda a limpiar, no hace nada en la casa joder. Bastante malo es que
tengamos que convivir en esta cuarentena de mierda, ¿Por qué no podemos ser un
poco más sociables?
Qué asco.
Qué asco todo».
Dejando salir el humo, muy despacio, entre
mis dientes, ahogué un hondo suspiro. Casi un sollozo. La pantalla me iluminaba
el rostro, pero oscurecía todo lo demás. No me sentí con fuerzas para releer
aquél diario que me habían remitido por correo electrónico. No podíamos llegar
a todos. No llegábamos.
Cuando me enteré de que el Colegio Oficial
de Psicología de mi comunidad autónoma había dado inicio a un servicio gratuito
de atención psicológica vía telemática frente al Covid-19, no había dudado en
comunicarles mi deseo de colaborar. No imaginé que podría ayudar tanto. No
sabía que iba a afectarme tanto; también yo tengo un padre enfermo al que no
puedo visitar. También tengo seres queridos afectados.
El horario era de diez de la mañana a nueve
de la noche, pero ahí estaba yo, con un café y un cigarro, leyendo los emails
que me habían redirigido de personas que solicitaban nuestra ayuda. Aquel
hombre, en concreto, tenía todos los días la misma pesadilla: Escribía un
diario con sucesos terribles y se despertaba creyendo que habían ocurrido de
verdad. El miedo, a que algún sueño resultase cierto, era patente en sus
palabras, y cada mañana se despertaba con verdadero pánico.
Siempre nos hablan de la importancia de la
prevención, pero la realidad es que cuando la persona nos llega a la consulta,
ya se encuentra totalmente desbordada. Y ahora…
Ahogando la agonía del pecho, descolgué el
teléfono y marqué el número de contacto. Hoy no me pertenecía ninguna de las
horas de mi día. Ni nunca. No hasta que saliésemos todos juntos de esta mierda.
‒ Buenas noches, José. ‒ Saludé al hombre al
otro lado de la línea. ‒ ¿Cómo está tu perro?
Para contactar conmigo podéis emplear las siguientes vías:
ResponderEliminaremail: nestor.garrido.hernandez@gmail.com
Twitter: @NestorGarridoHz