Zenda - ¡Nuestros Héroes! - Primer relato
EL BARREÑO EN EL PASILLO
‒ Buenos días, caballero. ¿Qué hace usted
aquí?
‒ Voy a la compra. ‒ El anciano, si no
nonagenario, ya muy cerca de serlo, me enseña las manos con los guantes de
plástico de la sección de frutas y verduras. ‒ Al supermercado.
‒ Ya veo. ‒ Asentí, con una sonrisa. ‒ ¿Y de
dónde viene?
‒ Del supermercado.
‒ Ya veo… ‒ Paré de escribir, sorprendida.
¿Va a la compra… pero viene de la compra? ¿Lleva los guantes puestos? Con un
cabeceo, decidí preguntar: ‒ ¿Y dónde vive?
‒ Aquí al lado. ‒ Se encogió de hombros.
‒ Y viene del supermercado de hacer la
compra.
‒ Vengo del supermercado de hacer la compra.
‒ Sin compra. ‒ Maticé. Con gesto de
sorpresa, se mira las manos. ‒ ¿Ha olvidado la compra en el supermercado?
‒ Eso creo… - Dudó.
‒ ¿Quiere que le acompañe a buscarla?
‒ Sí. No. Vale. Es que yo… Vale, no he ido a
hacer la compra. ‒ Reconoció. ‒ He salido a dar un paseo por el supermercado.
‒ ¿Ha salido a pasear por el supermercado? ‒
Me sorprendí. ‒ ¿Y por qué no por la calle?
‒ Porque en el supermercado no ponen multas,
¿No? ‒ Pestañeé. ‒ Pero es la primera vez que salgo, de verdad.
‒ Pero caballero… Entiende usted que le
tengo que multar, ¿No? Ya llevamos veinte días en estado de alarma, y usted ha
ido a pasear a un lugar donde la gente acude en masa a comprar bienes de primera
necesidad… se está poniendo en riesgo a usted mismo, y también a los demás…
‒ ¿Y qué quiere que haga? ‒ Se encogió de
hombros. ‒ Múlteme. Más caro me ha resultado muchas veces en mi vida ver el
sol.
Alicaída de ánimo, y con los hombros parejos
al estado del mismo, retornaba a mi hogar aquella noche, tras desinfectarme las
manos y dejar a lavar el uniforme de policía local. Mientras recorría las
calles, me volvió a la memoria aquél anciano, al cual al final me vi obligada a
multar, pues resultó que se encontraba a casi dos kilómetros de su domicilio…
Seiscientos un euros de multa, trescientos
euros con cincuenta céntimos por pronto pago… A un señor mayor, que depende de
su pensión, la multa se traducía en que le estaba jodiendo, como mínimo, el
mes. Y lo sabía. Y me comía por dentro… Pero, ¿Qué más podía hacer? No podía
dejarle irse sin más a casa, porque al final acaban volviéndolo a hacer; la
multa tenía una finalidad disuasoria. Tenía que creerlo. Necesitaba creerlo.
Aún le daba vueltas en la cabeza a toda la
situación cuando llegué a la puerta de mi casa. El desaliento había ido
avanzando en mi interior de igual manera que yo avanzaba camino de vuelta al
hogar. Un señor mayor, que había sufrido su infancia en vez de disfrutarla, al
vivirla en la guerra civil y la posguerra. Un señor mayor, que ya ha vivido
toda la mierda que le tocaba, y seguramente más. Alguien que ya ha peleado
todas las batallas que tenía que luchar; a estas alturas de su vida se merece,
cuanto menos, que le dejen dar un puto paseo. Un hombre que, después del
fallecimiento de su mujer, acogió en su casa a su hija y su nieto en el año 2012…
y no le dejamos salir ni a dar un simple, triste, cansado paseo. Que no puede
hacerlo. Que no debe hacerlo. Es así. Pero no es justo. Nada en esta situación
lo es.
Entré en mi casa, desnuda, pues me había
desprendido de toda vestimenta en el portal. Por ellas, toda es precaución es
poca. Por ellas, no hay vergüenza lo suficientemente grande. En el pasillo me
está esperando ya mi marido, con una sonrisa en los labios pero con unos ojos de
brillo triste y apagado. Frente a mí, tiene preparados ya un balde con agua
enjabonada y a su lado varios productos de limpieza.
Con cuidado de no salpicar, meto la ropa en
el barreño. Aparecen entonces mis dos niñas, mis dos salvaciones, mis dos
esperanzas, mis dos motivos para levantarme cada mañana a intentar superar a
este virus, para creer que podemos intentar salir hacia delante todos juntos. Entre
todos.
La más pequeña, al verme, se acerca
corriendo con la sonrisa más cantarina del mundo entero, pero la mayor, más
consciente de la situación que estamos viviendo, y más adulta de lo que debería
ser a esta edad, la sujeta del brazo.
‒ No vengas, peque. No vengas. ‒ Le digo con
una sonrisa y un pecho igual de vacíos. ‒ Recuerda que mamá te puede contagiar.
‒ ¿Mañana? ‒ Pregunta, con un mohín.
‒ Mañana. ‒ Le miento como una canalla y con
una compostura que me rompe entera.
‒ ¡Mañana! ‒ Las dos niñas se van corriendo
a la habitación tras lanzarme besos por el aire.
‒ Prometido. ‒ Asiento, ya casi ahogada,
mientras mi marido se sienta en una silla y me deja, a un metro de distancia,
un café. Hablamos un poco, de todo y de nada, hasta que, con una cara que deja
traslucir un profundo cansancio, se levantó. Cogiendo una almohada y una manta
de la habitación se fue, con la intención de dormir en el sofá, como cada
noche, desde hacía ya veinte noches. Mañana madruga, es maestro y tiene que
teletrabajar, doce horas al día, como dice él. Por sus niños, que se merecen
todo. ‒ Buenas noches. ‒ Me despido mientras me quedo sola en el pasillo.
Comienzo a frotar mi ropa de calle, permitiéndome, al fin, llorar.
Para contactar conmigo podéis emplear las siguientes vías:
ResponderEliminaremail: nestor.garrido.hernandez@gmail.com
Twitter: @NestorGarridoHz