CARTAS EN LA CHIMENEA - Relato para el concurso de "HISTORIAS DE LA HISTORIA" de Zenda Libros
CARTAS
EN LA CHIMENEA
—¡Teníamos
que habernos ido en enero!
Saturnino
paró un instante, sudoroso y con el corazón a punto de salírsele por la boca.
La miró y apretó los dientes. Las sienes le hundían la compostura. Sus
circunstancias, la vida.
—¡Otra
vez con Barcelona! —exclamó, al fin—. Manolita, déjalo. —Se agachó y metió unos
pantalones de pana en el bolso—. Si por ti fuera, nos habríamos ido en
noviembre.
—¡Pues
sí! —gritó ella, conteniendo la voz—. ¡Tendríamos que habernos largado de aquí!
¡Como hizo Paco! —Las lágrimas le bañaban el rostro, sin alcanzar a calmar el
ardor de su interior—. Desde lo del Ebro, está todo vendido, Satur… ¡Hace
meses!
—¡Calla
y recoge!
Manuela
ahogó cien reproches enfurecidos, y él agradeció no haber dejado salir ninguna
respuesta envenenada. Ambos recorrían la casa, frenéticos, chocándose con todo.
Guardando el dinero entre la ropa, buscando cualquier cosa que pudiesen
necesitar en las próximas semanas.
Saturnino
se detuvo un segundo y, entonces, como si hubiese recordado algo, se dirigió al
salón. Al poco, volvió con el atizador de la mano. Arrodillado, comenzó a hacer
palanca hasta levantar una baldosa del suelo. Tras introducir la mano en el
agujero y rebuscar, extrajo un paquete envuelto en tela.
Las
manos le fallaron al deshacer el envoltorio y el contenido se desparramó por el
suelo de la cocina. Masculló unos improperios, ¡putos nervios! Se agachó,
frenético, para recoger toda la correspondencia mantenida con el partido
durante los últimos meses.
—¿Cómo
te has enterado?
La
pregunta de Manuela resonó un instante, como un eco en el tenso silencio
reinante en la casa. Saturnino introdujo todas las cartas en la chimenea y tiró
encima dos fósforos prendidos antes de responder:
—Está
pasando, en la oficina. —Se retiró el pelo del rostro, apelmazado por el
sudor—. Interrogan a todos los funcionarios sospechosos de haber estado
comprometidos con la República. —Miró un instante a las llamas, como para
asegurarse de la destrucción de los papeles—. García me ha visto en su lista.
—¿Y
adónde vamos a ir? —gimió la mujer, metiendo toda la comida posible entre unos
bultos de ropa.
—Mi
contacto vendrá hoy mismo a buscarnos para intentar pasarnos a Francia. —Hizo
memoria—. No recuerdo por dónde quiere llevarnos, si por Le Perthus, la Cerbère, o Prats de Mollo.
—¿A
Francia? —Manuela se detuvo un instante, preocupada—. No sé, Satur… Paquita me
ha contado que, cuando su yerno llegó, lo metieron en un campo de concentración
en Saint-Cyprien.
—¿Quiénes?
—preguntó mientras vaciaba los cajones—. ¿Los fascistas?
—¡Los
franceses! —explicó, acalorada—. Que somos muchos, dicen. —Comenzó a llorar,
sin poder evitarlo—. ¡Ay, Satur! ¿Y si nos pasa como a esa pobre gente en
Alicante? —Se llevó las manos a la cabeza. Los temblores, incontrolados—. Ay,
Satur, ya lo verás…
—¡No
le des vueltas! —estalló—. Mira, si no nos aceptan, ¡pues nada! Continuaremos
viaje. ¡Seguro que desde Francia podemos embarcarnos a donde sea! No sé, a Cuba
o Argentina, ¡México! A donde sea, Manolita, ¡pero lejos de aquí! —Se detuvo un
momento, aguantando aire y llanto—. Lejos de casa…
—No
pienses en ello. —Manolita le abrazó por la espalda, manteniendo la
compostura—. Hemos luchado, cariño, pero nos dejaron solos —suspiró—. ¿No es
así? —Saturnino se dio la vuelta para poder abrazarla. Lloraron, juntos. Como
siempre han vivido—. Ahora toca seguir adelante. Eso también es parte de la
lucha.
—Lo
sé, lo sé… —Saturnino se echó un poco para atrás, buscando aquel rostro, cuya
belleza no había lágrima capaz de truncar—. Tienes razón, mi amor.
Se
besaron, en silencio. Deteniendo un instante el ritmo frenético que les
consumía
—.
Ese cabrón… caerá. ¡Ya lo verás! —Saturnino miró por la ventana—. Y, entonces,
volveremos a casa. Y sonará una vez más la…
Tres
ruidos sordos, firmes.
Sus
pechos se agitaron, por el sobresalto.
Dos
corazones latiendo con un solo miedo.
Llamaban
a la puerta.
Apremiante.
Contundente.
—¿Es
tu contacto?
—No
lo sé.
¡No
habían convenido ningún santo y seña!
—¿Vas
a abrir?
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