DARWINISMO, UNIVERSIDADES Y DESPACHOS URGENTES - Relato para el concurso de "HISTORIAS DE LA HISTORIA" de Zenda Libros

 

DARWINISMO, UNIVERSIDADES Y DESPACHOS URGENTES

 

Oficinas de «El Globo, diario ilustrado».

Calle San Agustín, 2. Madrid.

A la atención de don C. Borguilla Pérez, redactor.

 

Querido Claudio:

Compongo estas líneas con el dolor todavía fresco en el pecho. Soy consciente de estar abusando de la amistad que nos une, pero, con la muerte de Augusto, me corroe la angustia ante la idea de ver desaparecer, con los años, la verdad… ¡Cuánto luchó! ¡Y cuánta traición!

Siendo redactor en «El Globo», te veo en posición de encontrar la forma de publicar la vida de este buen amigo que nos deja, y hacerle justicia. Como bien sabes, Augusto González de Linares fue siempre, para mí, hermano, maestro y modelo de imitación.

Debo prevenirte, mi buen Claudio, que, de seguir adelante, quizá enfrentéis represalias de quienes eran, por aquel entonces, ministro de fomento, rector de la universidad… y arzobispo de Santiago de Compostela.

Dicho esto, dejo a merced de tu decisión este manuscrito. Con el cariño de quien te aprecia y abraza, me despido.

Salvador Calderón y Arana

12 de diciembre de 1904

 

*   *   *

 

Estos recuerdos míos, que aquí escribo, dan inicio en marzo de 1875, cuando me encontraba visitando Galicia. Acababa de ofrecérseme la cátedra de enseñanzas medias en Canarias, razón por la cual viajé para pedir ayuda en la redacción del discurso a dos mentes superiores a la mía.

Por aquel entonces, Augusto y mi hermano, Laureano, eran catedráticos de historia natural y de química orgánica, respectivamente, en la universidad de Santiago de Compostela. Su amistad venía forjada de lejos, tan firme como para enfrentarse juntos, semanas atrás, al decreto del ministro Manuel Orovio contra la libertad de cátedra.

Tales acciones, sin embargo, no tardaron en traer consecuencias:

—¡Me expulsan de la universidad!

La indignación en la voz de mi amigo fue tal, que me obligó a levantar la mirada del borrador.

—¿Cómo? —mi hermano abandonó rápidamente su lectura—.  Dime que solo te expresas con alegorías.

—¡Me defenestran, Laureano!

Arrojó con asco una carta en la mesa, y después se dejó caer a la silla, como abatido. Lo creí por entonces derrotado, pero ahora le conozco mejor y sé que solo estaba cogiendo fuerzas para alzarse de nuevo.

—Déjame leer eso.

Aguanté la respiración, con el corazón en un puño, sin atreverme a romper el silencio.

—¡Rediós! —exclamó, indignado, mi hermano—. ¡Te expulsan por enseñar en tus clases la teoría de Darwin! ¡La evolución!

—¿Cómo es eso posible? —protesté.

—¡No puede serlo! —arrugó la hoja— ¡Te despiden! ¡A instancias del mismísimo ministerio de fomento!

—Y de la iglesia católica, amigo mío. —Augusto suspiró—. Sigue leyendo.

—El arzobispado… —comprendí—. ¿Cómo ha consentido el rector tal tropelía?

—Es un cobarde. —Augusto fijó la mirada en el techo—. No debería extrañarme. Aún recuerdo al lectoral del cabildo catedralicio criticando mi último artículo sobre filosofía natural y krausismo.

—¿Cómo fue lo que escribió…? —Laureano hizo memoria, apenas un instante, antes de recordar las palabras exactas—: «La verdad es una, y ya se posee, por lo que no hay por qué hurgar más».

—La naturaleza es solo secreta en cuanto está sin descubrir, pero ellos quieren negarnos el aprendizaje de raíz. —Nuestro amigo recuperó la verticalidad, como fulminado por una idea, y golpeó con fuerza en la mesa—. ¡Debería ser motivo de orgullo para la institución! ¡Somos la primera universidad de España en enseñar el darwinismo en sus aulas!

—¡Exacto! —exclamé.

—¡Pelearé!

Pelearemos —le corrigió mi hermano, agarrándole del hombro.

—Gracias, amigo mío. —Augusto se detuvo un instante—. Escribiremos al resto de universidades con las que hemos colaborado, a todos los catedráticos y rectores defensores del progreso. Obligaremos a las autoridades, universitarias o de otra índole, a mostrar las cartas. —Sonrió—. O con el conocimiento, o con el inmovilismo.

—Es un atentado contra la libertad de cátedra, debemos… —Laureano, de golpe, guardó silencio. Al poco, habló—: ¿Recordáis al profesor que renegó de su cátedra en solidaridad con dos catedráticos apartados cuando Orovio fue ministro por primera vez?

—Hablas de Francisco Giner de los Ríos… ¿Crees que podrá ayudarnos de alguna manera, aunque también esté apartado?

—Ha recuperado su puesto —explicó mi hermano—. Cuando Zorrilla sustituyó a Orovio, no solo promulgó la ley de libertad de cátedra, también devolvió sus cargos a los catedráticos separados por las leyes de su predecesor.

—¡Entonces es perfecto! —Augusto escribió su nombre en un papel—. No solo es un estudioso de renombre, ¡lleva comprometido con esta causa desde hace casi diez años!

—Conocí hace tiempo a Gumersindo de Azcárate —añadió mi hermano—. Es el catedrático de economía política y estadística de la Universidad Central.

—Y defensor del krausismo —añadió Augusto—. Nos apoyaría… Quizá también podríamos hablar con Nicolás Salmerón, ¿le recuerdas?

—Últimamente ha sido más político que otra cosa. —Laureano torció el gesto.

—Recuperó su cátedra de metafísica.

—Y se negó a firmar las penas de muerte de esos cantonalistas —agregué—. Dimitió, incluso.

—Tiene principios —asintió Augusto, complacido.

—Pero después fue presidente de las cortes, justo antes de… —mi hermano se calló, sabiéndose derrotado—. Está bien, escribiremos también a Salmerón. ¿Qué hay de…?

—Señor, acaba de llegar un correo urgente. —Manolito, un joven al servicio de Augusto, apareció con un nuevo sobre.

—¿Urgente? —gruñó Augusto—. ¿A estas horas?

—Es de la gobernación civil de A Coruña, señor. Le… —tragó saliva—… le requieren para que se entregue voluntariamente por los delitos de desacato e incitar a la rebelión estudiantil.

 

Las palabras del joven nos robaron las nuestras.

 

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