DEL RÍO, LA PIEDRA
Hoy, os traigo un relato que publiqué hará un par de semanas en el reto literario de los 52 golpes, y que podéis leer aquí . A continuación, os transcribo dicho relato:
DEL
RÍO, LA PIEDRA
Arturo
descubrió, siendo aún muy joven, que era capaz de imitar y fingir cualquier
emoción. Al principio no le prestó atención, pero sus primeras experiencias en
la escuela le hicieron darse cuenta de la utilidad social que ello conllevaba.
Empezó,
así, a depurar y hacer uso de su habilidad hasta convertirse en un camaleón
todoterreno, en el perfecto interlocutor, en el delicioso compañero, en la
opción más deseable de la sala.
Y
terminó por no sentir, nunca, nada. Hasta el punto de no ser él mismo
consciente de esta realidad. Tuvo amigos que llegaron y se fueron, y algunas
parejas que al final no podían sentirse de otra forma que engañadas. Todas y
cada una de sus acciones eran las idóneas, las perfectas, las necesarias… pero
con el tiempo todas se sentían vacías para los demás.
¿Quién
era Arturo? ¿Quién era la persona que tomaba esas decisiones? ¿Qué motivaciones
tenía Arturo detrás de cada una de sus acciones? Nadie tenía esa respuesta, y todos
siempre acababan por exigírsela, abandonándole desilusionados al darse cuenta
de que él, menos que nadie, era consciente tan siquiera de la incógnita, menos
aún de la solución.
Sin
embargo, para Arturo nada de esto fue un problema. Incapaz de sentir nada más
que aquello que resultase más oportuno en una situación determinada, la
ausencia o presencia de cariño o compañía o amistad la tomaba por lo que era, y
en todo ello encontraba su valor: En la pareja la compañía y el apoyo mutuo, en
la amistad la confianza y la diversión, en la soledad el tiempo para emprender
aquellas cuestiones que su intuición le decía que le proporcionarían réditos en
días venideros.
Y
el caso es que Arturo siguió creciendo y avanzando, adquiriendo conocimientos y
habilidades pero sin madurar realmente, porque carecía de experiencias
sinceras. Arturo no era un animal social o zoon
politikón, que diría Aristóteles. Más bien sería una computadora social,
con una capacidad de adaptación perfecta, salvo por ser incapaz de detectar las
diferencias de sí mismo con respecto al resto.
Por
lo tanto, los años pasaron sin que Arturo se supiese feliz o triste, contento o
apático, eufórico o melancólico. Eso sí, creía no ser desafortunado, dado que
cuantitativamente la vida le iba muy bien, mejor que a muchos de sus
semejantes. Éxito laboral y solvencia económica, capaz de hacer amigos donde
fuese y encontrar pareja si así se lo propusiese. Conservar, sin embargo, a las
personas a su alrededor le resultaba imposible, porque nada le importaba. Y, al
no importarle, tampoco sufría por ello. Ni tan siquiera alcanzaba a reparar en
tales cuestiones.
Una
mañana, sin embargo, se levantó y miró ceñudo a la arruga que había en la
sabana bajera, justo a su derecha. Hacía una semana que Sara se había marchado,
igual que todos y todas, al descubrir que Arturo carecía de enjundia más allá
de una pulpa conformada por carne, huesos, sangre y una capacidad de análisis
antinatural.
Aquella
ausencia, por primera vez, tuvo peso. Sin saber muy bien por qué, optó por
desechar cualquier pensamiento y echarse encima la primera prenda de vestir que
fue capaz de encontrar. Salió de casa y sus pasos acabaron por llevarle a la
playa del río, cerca del cual vivía.
Dejó
hundir sus pies en la arena, aún calzados. De haber estado con alguien, habría
sumergido con gesto satisfecho sus dedos entre aquella colección de calizas
talladas por el agua. Pero estaba solo, no precisaba fingir. Podía ser él
mismo. Podía no ser nada.
Ni
siquiera se permitió un encogimiento de hombros, desganado, pues ni tan siquiera
la indiferencia era conocida para él. Recorrió los bancales de arena, dejando
atrás las ruinas del castillo y las rocas de sugerentes formas, para todos
salvo para él. Cuando el cansancio se hizo notar, como realidad fisiológica más
no como estado de ánimo, se dejó caer en la arena.
Mecánicamente,
como un robot que ajusta un tornillo en una cadena de montaje, cogió una
piedrecita del suelo y la lanzó al aire, haciéndola bailar entre los dedos. Lo
que en otra persona podría ser visto como un jugueteo, él lo entendía como un
medio para mantener la mente ocupada.
Entre
uno y otro gesto, de profundo vacío, un brillo irisado en la superficie de la
piedra, arrancado por el sol, llamó su atención. Elevó ante sus ojos aquella
esmeralda sin pedigrí y la sostuvo frente a sí.
En
su cara, veteada y fragmentada en varias secciones, apreció su reflejo,
igualmente maltrecho. Al ver su rostro hecho pedazos, por primera vez se supo
roto y solo. El llanto acudió a su pecho sin que fuese capaz de retirar la mirada.
Y
dejó de estar vacío.
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